EntrevistasNoticias

“Asistimos a un tiempo en que los estudiantes secundarios y universitarios han vuelto a reivindicar protagonismo como expresión del descontento del mundo juvenil frente a los adultos”

FEDUBA dialogó con Carina Kaplan, Doctora en Educación (UBA), Investigadora (CONICET), Profesora Titular de la cátedra de Sociología de la Educación (UNLP), y Profesora Adjunta de la cátedra de Sociología de la Educación, Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Su último libro fue publicado por la editorial de la Facultad de Filosofía y Letras: «Con ojos de joven. Relaciones entre desigualdad, violencia y condición estudiantil», como producto del UBACyT que dirige, con artículos de Carina Kaplan, Lucas Krotsch y Victoria Orce.

FEDUBA: ¿Por qué cree que hay tanta resistencia, por parte de ciertos sectores, a la participación electoral y política de los jóvenes/adolescentes?

Carina Kaplan: Extenderles el derecho de opción al voto desde edades más tempranas representa un cambio de mirada respecto del aporte que pueden dar los adolescentes y jóvenes a la ciudadanía. Tal vez pueda ser otra oportunidad democrática. Pero lo cierto es que los jóvenes históricamente han sido atravesados por su condición de subalternidad. Se los ha inferiorizado, minimizado, estigmatizado y excluido. Para muestra basta un botón: hace pocos días un periodista desde un programa televisivo ha tildado de “conchudos” a los estudiantes secundarios porteños que protestan por su derecho a participar activamente de los cambios en los diseños curriculares. Ese insulto público, sin eufemismos en el lenguaje, demuestra que se intenta deslegitimar desde los medios hegemónicos a los jóvenes en su participación social y política. Desconfían de los jóvenes y por ende los desestiman en todas sus formas de participación.
Como en toda época de grandes transformaciones, los jóvenes salen a las calles a rebelarse y resistir públicamente ante los mecanismos y prácticas del orden establecido al que perciben como injusto. Batallar por sus propias ideas y por ser habilitados en sus plurales enunciaciones, no hace más que poner de relieve que lo simbólico es un campo de maniobra.
Creo que asistimos a un tiempo en que los estudiantes secundarios y universitarios han vuelto a reivindicar protagonismo como expresión del descontento del mundo juvenil frente a los adultos. Con sus resistencias se pone en evidencia la falsa promesa del capitalismo moderno y salvaje, que tuvo su momento de inflexión en la década de los noventa e inicios de este siglo, acerca de que la flexibilidad ofrecería un contexto mejor para el crecimiento personal y colectivo. Muy por el contrario, y tal como lo demuestran las proclamas de los jóvenes, la flexibilización ha representado nuevas forma de opresión. La flexibilización y la exclusión, en especial la laboral, ha producido nuevas estructuras de poder y control en lugar de crear las condiciones de la liberación. Precisamente son los jóvenes, enseña la historia, quienes suelen marcar a las generaciones adultas el límite de hasta dónde una sociedad puede soportar y justificar políticas de deshumanización que dañan su dignidad. La movilización estudiantil (basta con recordar la emblemática lucha por el boleto estudiantil) es una de las formas de expresión de la politización y militancia de los jóvenes que se renueva con cada generación.
Medio siglo atrás, en la década del 60 del siglo XX, Violeta Parra, considerada, como bien sabemos, la fundadora de la música popular chilena, le dedicó una canción a su lucha que tituló “Me gustan los estudiantes”. Esta resistencia Violeta la ligaba al sufrimiento de los mineros y obreros, de los campesinos, de los pescadores, de las mujeres y los pueblos originarios. Iniciaba su fraseo así:

¡Que vivan los estudiantes,
jardín de las alegrías!
Son aves que no se asustan
de animal ni policía,
y no le asustan las balas
ni el ladrar de la jauría.

Ahora bien, estos mismos jóvenes que luchan para transformar su mundo son blancos de una mirada social estigmatizante. El discurso de sentido común, en particular el que intenta imponer como natural los medios de comunicación hegemónicos, crea y recrea una forma de sensibilidad específica frente a la problemática de la violencia donde los jóvenes se muestran como peligrosos y la escuela resulta bajo un manto de sospecha. La operación discursiva reduccionista asocia mecánicamente a la violencia con el delito y, una vez más, hace blanco de la responsabilidad a los jóvenes quienes, escolarizados o no, son nominados como sujetos amenazantes. El miedo a los jóvenes es uno de los efectos simbólicos de esta adjetivación como sujetos peligrosos.
En los procesos de asignación y auto-asignación de etiquetas y tipificaciones, en nuestro caso la de “violento”, en el contexto de fenómenos de criminalización y judicialización de la miseria y la juventud, se pone en juego una dinámica de poder entre la atribución a un supuesto ser de unas determinadas cualidades vinculadas a las apariencias. La apariencia de pobre (el hábito corpóreo como indicio de clase o, lo que es equivalente, el cuerpo tratado socialmente), por ejemplo, está asociada a la del ser violento y a la incivilidad en general, generando una suerte de discurso racista sobre los jóvenes surcados por la condición de marginalidad y subalternidad. Un comportamiento social de cierta cualidad -violento- pasa, de este modo, a ser tratado como un dato esencial de un tipo de individuo o de cierto grupo. Este control de la apariencia puede ser más brutal cuando se ejerce el poder estatal sobre los individuos y grupos subordinados.

F: ¿Cuál es el origen del discurso sobre el “joven subalterno peligroso”? ¿Cree que hay alguna conexión entre este discurso y el que rechaza a la participación política juvenil?

C.K.: Existe un discurso dual sobre los jóvenes: son la promesa del futuro a la vez que violentos criminales que amenazan la “tranquilidad social”. El lenguaje penal cobra protagonismo en ciertos discursos y sectores sociales. El miedo extensivo a que los jóvenes cometan homicidios no se condice con los hechos y estadísticas pero sí prevalece como eje para justificar la mirada social de peligrosidad. Este miedo social tiene historia.
Desde una perspectiva socio-histórica y cultural, Robert Muchembled, en su formidable obra sobre la historia de la violencia, analiza el comportamiento agresivo en la Europa Occidental desde el siglo XIII hasta la actualidad. La palabra violencia aparece a principios del siglo XIII; deriva del latín vis, que significa fuerza, vigor, y caracteriza a un ser humano de carácter iracundo y brutal. El término se habría acuñado para describir las expresiones más funestas de dicho vigor asociado a los varones y han sido múltiples saberes y teorías los que se han ocupado de caracterizarlo. La historia moderna de Occidente ha venido relacionando la peligrosidad social a los jóvenes y desarrollando diversos instrumentos de contención de esas fuerzas rebeldes juveniles. Occidente inventa la adolescencia a través de una tutela simbólica sobre una franja de edad considerada como turbulenta e insumisa a los ojos del poder establecido.
La historia moderna de Occidente ha venido relacionando la peligrosidad social a los jóvenes y desarrollando diversos instrumentos de control social de esas fuerzas rebeldes juveniles. El miedo a no poder controlar las energías de la juventud opera como telón de fondo. Por su parte, el empleo de un lenguaje penal transforma profundamente la mirada colectiva sobre la infancia y el período de transición hacia la vida adulta. En nuestros tiempos también circula cierto discurso social que propone una imagen de lo juvenil subalterno como delincuencial.
Desde nuestra perspectiva, entonces, resulta necesario historizar la mirada social estigmatizante, incluso racista, que se ha construido respecto de los jóvenes. Esta perspectiva del largo plazo nos permite demostrar que subyace un discurso social que intenta imponerse como verdad: la imagen de lo juvenil subalterno como delincuencial tiene raíces profundas en nuestra matriz social.
Incluso, existen paradigmas al interior de las ciencias sociales y pedagógicas que legitiman el orden social. De lo que se trata como desafío y como utopía es de cambiar esta mirada. Y la política es una herramienta privilegiada para ello. La pedagogía es constitutivamente una praxis política ya que permite problematizar e intervenir sobre el mundo social.

F: ¿Cómo afecta el discurso de la peligrosidad de los jóvenes a la mirada de los docentes sobre los alumnos?

C.K.: De las entrevistas grupales que nuestro equipo ha mantenido con estudiantes secundarios de provincia de Buenos Aires surge una de las hipótesis sustantivas desarrolladas a lo largo de este libro ( «Con ojos de joven. Relaciones entre desigualdad, violencia y condición estudiantil») y que funda nuestras búsquedas actuales: los sinsentidos de las vidas sumergidas en la exclusión son el trasfondo de la violencia entendida ésta como construcción simbólico-subjetiva y como relación social.

F: ¿Cómo han sido tratados históricamente en la Universidad la “violencia juvenil” y “la violencia escolar” en tanto temas u objetos de estudio?

C.K.: Así como Norbert Elias expresa que es la miseria de la sociedad la que vuelve miserables a las personas que la habitan, nosotros nos afirmamos en la idea de que son las sociedades las que tornan violentas a las personas y no su naturaleza individual vista como propiedad esencial. Precisamente, esto constituye un supuesto de partida de la perspectiva socioeducativa crítica que venimos construyendo: que las biografías personales y las trayectorias grupales están entrelazadas y portan los signos de época en sociedades particulares. La personalidad adquiere su sentido hondo en el entramado de vínculos con los otros y en una red de configuraciones sociales. Esto es, el individuo no puede ser abordado en su singularidad con independencia de la historia social en el que despliega su humanidad. Es en el tejido social y en la memoria histórica de los hombres que se construye el carácter personal.
Enfaticemos, además, que las desigualdades en sociedades capitalistas excluyentes y deshumanizadas no radican -en última instancia- ni en “la genética” ni en los talentos heredados; su origen fundamental es preciso rastrearlo en la desigual distribución y apropiación de las condiciones materiales y simbólicas que caracterizan matricialmente a nuestras sociedades. Digamos que los sujetos sociales, individuos y grupos, devenimos “peligrosos”.
Pero lo cierto es que la fuerza de los discursos individualizantes y auto-responsabilizadores sobre la producción de la desigualdad reside en que a través de modos sutiles, pero no por ello menos eficientes, impactan sobre las formas de pensar, actuar y sentir de los sujetos, esto es, sobre las formas de la auto-conciencia.
La doxa determinista biologicista produce un mundo de ideas sensato, bajo la apariencia de un consenso social, que fabrica y disemina creencias tales como que los pobres son en esencia intelectualmente inferiores o violentos o vagos o delincuentes, por su (supuesta) naturaleza o herencia familiar o dotación genética individual.
El poder simbólico o, más precisamente, uno de los efectos productivos de estas creencias consisten en autoexcluirse de las posibilidades por falta de mérito personal. Así, las barreras simbólicas de distinción cultural se transmutan en diferencias individuales dadas según naturalezas prefijadas. Y los propios individuos y grupos se autoexcluyen subjetivamente de aquello que ya han sido excluidos objetivamente. Este proceso de auto-exclusión es mediado, nunca mecánico ni lineal, pero suficientemente eficaz.
Desde el enfoque que aquí adoptamos, disentimos con las perspectivas que asocian mecánicamente las violencias en la institución educativa con las del campo de la criminología vinculados a los delitos y al crimen. La noción lombrosiana del delincuente nato o de la existencia de un gen de la delincuencia, atraviesa muchos de los análisis sobre los pretendidos sujetos violentos. Estos enfoques portan una mirada de desconfianza hacia los adolescentes, jóvenes y alumnos argumentando sobre su peligrosidad y, por consiguiente, de los cuales habría que resguardarse o protegerse. La estigmatización y criminalización de aquellos, son los fenómenos que intentamos comprender con nuestros análisis empíricos haciendo foco en los procesos de construcción de la subjetividad social.
La violencia es una cualidad relacional; por tanto, los comportamientos violentos de ciertos individuos y grupos hablan de nuestras sociedades. Para interpretar las relaciones entre violencia y jóvenes, es preciso tener en cuenta que, en todas las épocas, ellos pretenden básicamente cuatro cosas: a) necesitan perspectivas de futuro, percibir que hay un horizonte próximo que los incluye; b) necesitan un grupo de personas de la misma edad con las cuales identificarse. Es decir, precisan referenciarse a un grupo que les ofrezca una cierta sensación de pertenencia en un mundo en que las diferencias entre las distintas generaciones son muy grandes; c) necesitan un ideal o meta que dé sentido a su vida y, aún más, que sea superior a la propia vida; d) necesitan gozar de respeto y estima social.
Se desprende de esta definición de las necesidades de los jóvenes (una explicación entre otras posibles) la importancia de la hipótesis que arroja nuestro proceso de investigación: el sinsentido puede ser una fuente para los comportamientos asociados con la violencia. Ello en la medida en que se refiere a la producción de identidades personales o colectivas, de quienes no logran sentirse reconocidos o bien que experimentan emociones y sentimientos de descrédito amplio, de rechazo, de exclusión.

Entrevista realizada por Alelí Jait para FEDUBA.